Autora: Beatriz Moreno Milán
Resumen
Hace más de un mes perdimos a mi padre, víctima de esta pandemia. Murió pocos días después de empezar la primavera, en absurda contradicción con el florecer de la vida. Su muerte está siendo tan inmanejable para mí y mi familia, que no dejo de cuestionarme el duelo y sus dichosas fases, a la vez que contemplo con desesperación cómo la escandalosa cifra de muertos se convierte en un simple número de un listado.
Sabemos que la muerte de nuestro ser querido es siempre una vivencia difícil, sin embargo, el duelo por COVID-19 tiene algunos aspectos adicionales. Uno de ellos, es la rapidez de los acontecimientos, es decir, la imposibilidad de anticipar, asimilar y prepararnos para lo que viene. Esto impide por completo regular el impacto emocional de los futuros viudos, hermanos, padres y huérfanos.
Todo transcurrió tan rápido que ni llegamos a sospechar de su trascendencia. Mi madre vio a mi padre, por última vez, una semana antes de morir. Salió de casa hacia urgencias por su propio pie, escoltado por dos ambulancieros. Ella no tuvo la opción de acompañarle esa noche. Tampoco pudo verle los días siguientes. Lejos de imaginarlo, ya era “viuda del adiós”. Nunca más volvió a verle. Nunca más volvió a besarle ni a acariciarle. Que conste que entiendo la misión paternalista de los sanitarios, pero toda vida juntos merece un final más dulce, más amable, más justo. Ojalá ella hubiese tenido la oportunidad de verle, tan sólo un instante. ¿A quienes correspondía esa decisión? ¿A quienes le importan estas respuestas?
Me siento absurda apelando al fútil consuelo moral cuando parece que el planeta se está desmoronando. Me asustan mis preguntas y sus respuestas. No sé qué pensar, ni qué sentir, ni cómo comportarme. No me siento cómoda dentro de mi cuerpo. No sé dónde meterme.
Nos perdimos perderle. Fuimos despojados de la oportunidad de escucharle, de abrazarle y de velarle. No tener nada que decir sobre un hecho tan íntimo y nuestro resulta tan devastador que puede llegar a desesperarnos. Un mes más tarde de irse, nos dejaron enterrar sus cenizas. Sin funeral, sin música y sin gente. Nada más y nada menos. Pese a que siempre he sido escéptica sobre determinados rituales funerarios, jamás pude imaginar cuánto extrañaríamos la multitud de familiares y amigos llegando al velatorio, el colorido de las flores y las palabras de amor en voz alta, de todos aquellos que le queremos. Atrapados en nuestras respectivas casas y sin el calor de los abrazos son sentimos congelados. Es imposible dar salida a las lágrimas. Mientras escribo estas líneas, en España va mejorando la famosa curva y podemos salir a la calle. Pese a ello, el escenario real sigue siendo incierto y desolador. Han pasado dos meses desde que se decretó en España el estado de alarma y llevamos cerca de treinta mil muertos. Más de trescientos mil en el mundo. No quiero pecar de pesimista, aunque el ritmo del progreso es lento. Seguimos indefensos ante el contagio, a la espera de un tratamiento infalible y una vacuna eficaz. Inexorablemente, la enfermedad y la muerte siguen discurriendo en soledad en estos días. Y lo más difícil de asumir es que nos queda mucho camino por delante.
Algunos expertos sostienen que “podremos despedirnos de los muertos cuando esto acabe” o incluso recomiendan “vivir este proceso como un paréntesis”. Aunque sabemos que el confinamiento es algo temporal, me temo que dichas recomendaciones pueden resultar contraindicadasclínicamente. Lo dicho: nos queda camino por delante. Lo que sí es sabemos, es que psiquiatras y psicólogos empiezan a tener las consultas llenas de viudas del adiós y huérfanos de despedida, con todos los criterios posibles de un Duelo Traumático Prolongado.
No pudimos cuidarle, ni besarle, ni decirle adiós. Ni siquiera le hemos llorado lo suficiente. Seguimos imaginando otro final, al tiempo que ponemos nuestro empeño en buscar un sentido a este ingente dolor. Tratamos de apartar de la cabeza esa maldita despedida que nunca tuvo lugar y buscamos un poco de paz en cualquier lugar, aferrándonos al recuerdo de su sonrisa, de su voz. Sería imperdonable perder, también, la perspectiva de una relación de toda una vida. Hacemos lo que podemos, aunque sintamos que nada es suficiente. Me sigue atormentando -por qué no decirlo- imaginar su soledad ante esa muerte inhumana. Cómo es posible (me repito una y otra vez), que hayamos pasado de colocar un bypass a un señor de 85 años (mientras celebramos los avances científicos de uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo), a desestimar a un hombre con edad de correr media maratón. Aislado en la cama del hospital, necesitando el calor de nuestros abrazos, en esos momentos de consciencia, donde su última mirada tampoco nos encontró a su lado.
Por último, me inquietan mucho las secuelas de todos esos abrazos que mi familia y yo nos hemos perdido, aislados y en soledad tras la ventana. Llorar parece fácil, pero no lo es. Y sé que llorar con abrazos desatasca, mientras se susurran esas frases interrumpidas que acarician y calman. Queremos nuestros abrazos. Todos, por favor. Aunque sepamos que querer lo imposible tampoco sirve de nada.
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